Dándole vueltas al tema del colegio, me encuentro con esta
entrada en el blog Dando Vueltas sobre Vueltas, que me parece muy interesante
En nuestro caso, se dan las dos situaciones que recoge el
artículo: uno de mis hijos, el que tiene dificultades más evidentes, ha tenido
la suerte de encontrar buenos profesores (buenas profesoras, de hecho) que han
sabido darle el tiempo y el espacio suficientes para que pueda avanzar a su
ritmo y según sus posibilidades, sin aislarle de sus compañeros ni dejarle
atrás, pero sin exigirle cosas que no es capaz de dar. El otro ha arrancado
este curso con una maestra que no parece encontrar la manera de conectar con
él, pero que, a diferencia de lo que explica el artículo, no le exige igual que
a los demás: no le exige en absoluto. Parece conformarse con que “no moleste” y
esto ha hecho que él desconecte… y, paradójicamente, que se agrave el problema
que pretendía evitar, porque en su desconexión (y en la consecuente baja
autoestima), se dedica a rebentar la clase. Y la bola se va haciendo más
grande.
(…)
Profesores que son potenciadores y otros limitadores. La
diferencia una vez más está en en cómo se sitúan ante el chaval. Todos tenemos
claro que a un alumno con una limitación física por haber pasado la
poliomielitis no se le puede pedir que corra los 1500 mts. ¡Vaya la que se
montaría! Pero sí podemos exigir a un niño de 10 años con problemas de atención
y memoria que haga un examen de 10 divisiones entre dos números de manera
autónoma. ¿Le llamaríamos vago al primer caso por no querer correr? Pues yo he
escuchado la palabra jeta, no querer y vago en el segundo.
El problema viene dado porque en la escuela pasan mucho
tiempo, y cuando son pequeños, las diferencias escolares son pequeñas, pero
según pasan los cursos son cada vez mayores y más sangrantes. Es lo que se
conoce como déficit cognitivo acumulativo.
Poco a poco se van quedando rezagados, y con el paso de los
años los problemas son más serios. Es decir, cuando realmente hay que poner en
práctica las funciones ejecutivas superiores como la memoria, planificación,
secuenciación, análisis,… muestran realmente el daño que tienen dentro.
Muestran las carencias evolutivas del pasado. Aquí es donde juega un papel
fundamental el profesor y consultor del colegio. Cuando se posicionan como en
el caso de la poliomielitis detectando y teniendo una sensibilidad para ver que
algo no funciona, o por contra valorar el rendimiento escolar desde “lo que se
ve”. El segundo caso, muy habitual con los niños con los que trabajamos (niños
que han sufrido deprivación temprana, malos tratos,…), se intenta corregir con
castigos, “apretándoles más”, clases de refuerzo,… pero no dan resultados. Sus
funciones cognitivas evolucionan más lentas que sus iguales, lo que unido a una
falta de desmotivación progresiva se concreta en un fracaso escolar. Y en este
sentido yo me pregunto…¿Cómo va a querer ir alguien a un sitio donde le juzgan todos
los días, le corrigen, donde no sabe contestar a las preguntas que le hacen,
donde le recuerdan lo mal que hace las cosas, donde no tiene ninguna motivación
por estar porque nadie se lo ha puesto en valor, donde por mucho que se
esfuerce se le olvidan las cosas,…? Lo que no sé es porque hay todavía chavales
que se levantan todos los días para ir al colegio donde se va a sentir
avergonzado, donde se va a aburrir,…
(…)
Así pues lo primero que hay que hacer es como en el caso del
niño que padeció “la polio”: ver qué particularidades tiene, en qué se
diferencia de los demás, qué necesita, cómo le podemos ayudar, y esto pasa por
ser conocedores de que un niño puede tener un desarrollo muy diferente de sus
compañeros. Por ejemplo Lorenzo es un pre adolescente de 14 años. Físicamente
puede parecer un niño de 12, pero emocionalmente uno de 5, sexualmente de 12,
mentalmente de 10, y socialmente de 8. Con este análisis vemos que hay una
descompensación abismal entre su edad cronológica y su nivel de desarrollo madurativo.
Así pues, cuando a comienzos de curso, tras cambiar de centro y de educación
primaria a secundaria le mandan hacer un dictado y se bloquea en la tercera
palabra, podemos mandárselo a casa para que lo copie 10 veces o buscar una
alternativa que esté dentro de sus capacidades. Lorenzo sabía hacer
perfectamente el dictado. Lo que no sabía era cómo resolver el problema de que
se había retrasado por una palabra, lo que le había bloqueado y ya no tenía
herramientas para seguir. Era un problema emocional no académico.
Estas diferencias se constatan en el día a día. Estamos
hablando de niños que tienen poco autocontrol, que son disruptivos, que se les
olvidan los deberes, las tablas de multiplicar de un día para otro, que son
depredadores de atención, pero con unas faltas de atención y concentración muy
altas. Pues este mismo diagnóstico nos tiene que valer como cambio de
estrategia hacia ellos. No se trata de cambiar de cuchara pequeña a cuchara más
grande, sino de medicamento. Así pues ¿qué podemos cambiar? ¿Cómo podemos
conseguir que un niño de estas características se vuelva a ilusionar y
recuperar la motivación por seguir creciendo en el aula? Haciéndole sentir
bien. Os pondré un ejemplo del centro en el que trabajo.
Joseba hace un año fue tutor de Anabel. Desde el comienzo
vio a una niña, no a un proyecto de estudiante. Quería que cada día acabase lo
que empezaba. Daba igual el qué. Se molestaba para que llevase el material, le
evaluaba en torno a sus capacidades y necesidades, le trataba diferente a los demás
(lo que nunca fue problema ni para ella ni para los demás),… Se preocupó de
aspectos no escolares como la agenda, que tuviese su mesa de trabajo bien
ordenada para que pudiera ordenar los contenidos en su cabeza, etc. Hoy martes
día 14 de enero ha traído un 9 en matemáticas y un 7 en euskera. Tiene
seguridad en lo que hace, es muchísimo más autónoma. Le encanta ir al colegio.
Lo que era un claro caso de ACI hace un año, hoy con apoyos sigue para adelante
con el curriculum ordinario . Lo único falso de esta historia es el nombre de
Anabel y Joseba.
Así pues hay que hacer un esfuerzo por convertir las
situaciones de desconfianza, rabia, vergüenza, indefensión,… por situaciones en
las que experimenten pequeños logros, alegría, confianza en sí mismos, desde el
que puedan anclarse a algo porque cuando el barco va a la deriva nos
encontramos con chavales con pensamientos del tipo “antes macarra que tonto”.
Es decir encuentro mi identidad y mi tabla de salvación en las tonterías, en el
enfrentamiento, en las conductas de riesgo, en el miedo antes de que me
etiqueten de “margi”, tonto o paleto. Es la manera de verse aceptado.
Está claro que un niño relajado en la escuela, necesita un
adulto de referencia que esté tranquilo, seguro de sí mismo, descansado, firme y
coherente. Pues un niño dañado necesita lo mismo multiplicado por cuatro. Esas
carencias las tiene que cubrir el profesor. (…) “Los niños necesitan más
atención, cuando menos lo merecen sus actos”. Es una regla de tres inversa. A
mayor descontrol, provocación, agresividad, pasividad,… menos ansiedad, menor
vulnerabilidad emocional, menor descontrol tiene que tener el adulto. ¡Ojo! No
estamos hablando de paternalismos. Lo cortés no quita lo valiente. Se puede
tener una sensibilidad especial y conectar con las necesidades de cada niño y a
la vez ser firme, capaz de pautar y establecer límites.
Así pues, estamos ante chavales que son capaces… pero de
otra manera. No desde la tabla rasa. Así que cuando escucho a profesores que
dicen que ya no saben que hacer con estos chavales, que entorpecen el ritmo de
la clase, que por mucho que se invierta en ellos no van a cambiar,… o al mismo
ministro Wert la semana pasada en “el objetivo” en televisión hablando de la
reforma y sus reválidas, sólo me entran ganas de decir ¡mierda de Colegio!